lunes, 31 de diciembre de 2007

LA CIUDAD ALEGRE Y CONFIADA (La Opinión, 30 julio 2007)


Aquí os cuelgo un artículo de mi etapa en La Opi; como Ganivet, creía que se podía regenerar este mundo. Me caí del burro ...



Acaba el Tour con el joven Contador de amarillo, en ese París que dejó de ser una fiesta y se convirtió en un pabellón de reposo de drogadictos tramposos e inocentes. La serpiente multicolor se diluye en el asfalto recalentado de Francia y los hijos de la televisión, peinando canas ya, nos dedicamos a salir a la calle con la canícula y la bicicleta; a los pocos kilómetros del paseo, la ausencia de un carril bici nos indica ya que en este pueblo marinero la inversión en materia de transportes se reduce a un rosario de aparcamientos subterráneos, privados y municipales, para erradicar el noble arte de los `gorrillas´.


Indignados por este paseo ciclista en la jungla de asfalto, de vuelta a casa, un reportaje en televisión nos cuenta que de todas las ciudades españolas es Málaga la primera en ser valorada por sus habitantes. Chovinismo, piensa uno, cuando el reportero enfoca Calle Larios y las jóvenes argumentan que la predilección por la tierra obedece al clima y a la comida. Nuestros vecinos enumeran las maravillas malacitanas en la pieza televisiva, y ya uno piensa si es que es crítico por naturaleza o por deformación profesional. Es curioso que el reportaje tenga lugar en calle Larios, de la que ya escribimos aquí que es una calle mayor provinciana donde a la derecha le gusta exhibir su fondo de mármol, cafés de tarde y, cuando encarta, organizar firmas y manifestaciones contra el Estatuto de Cataluña, que es algo que queda como muy del barrio de Salamanca. Y es que Calle Larios es, a todas luces, un decorado de cartón piedra que oculta falsamente el casco histórico decadente: callejuelas descuidadas que desaconsejan el paseo cuando la humedad de los orines recuerda que el tercer mundo urbano está a unos cuantos pasos de la Catedral. Nadie duda ya que en esta bendita ciudad somos unos complacientes.


Confundimos las migajas del clima y la gastronomía con una verdadera calidad de vida. Creemos vivir bien y olvidamos que por las noches sólo un par de ambulancias cuidan nuestra salud, que los niñatos se han apoderado con sus coches tuneados de las carreteras y que para la prosperidad profesional, como siempre, debamos pasar la línea quebrada de Despeñaperros en busca de futuro.Luego nos bañamos en la cloaca inmunda del Mediterráneo, almorzamos a precio de oro en un chiringuito sucio y nos consideramos unos privilegiados.


Resulta gracioso el lema a los pies de la estatua de Andersen en la Plaza de la Marina: "En ninguna otra ciudad española me he sentido tan dichoso y tan a gusto como en Málaga". Dichoso Andersen, creía todavía en patitos feos.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

PROPÓNME UN FINAL


Caminaba despacio, beodo, las esquinas de la urbe iban torciéndose hacia el infinito y la cabeza, a cada momento, me daba más vueltas. Así, con el regusto resacoso del vinillo, cada noche volvía a mi casa; un museo de la mugre con vocación de hogar solitario y solterón.

Abría la puerta crujiente, y el gato me miraba indiferente en su feliz felinidad. La humedad se descorría por las paredes, y los posters y las litografías de Picasso y Pollock colgaban suspendidas de una humilde chincheta. Por mi hogar del centro de Málaga tiempo hacía que no pasaba nadie; las visitas, escasas, tenían la corporeidad de una factura telefónica impagada o una citación judicial. Hacía más de dos meses que me habían despedido de la revista y la sombra del paro vigilaba mis pulsos.

Era un detritus humano que paseaba entre los orines de mi barrio. Aspiraba el fresco de la noche desde el balcón de mi estudio y sólo la fragancia almidonada del rancio llenaba mis pulmones. Estefanía ya no llamaba, se había llevado su divinidad rubia de nuestro piso y todo tenía ya visos de fin prematuro. Una rala claridad alopécica se apoderaba de mi cráneo, otrora hermoso, la tripa me crecía imparable y deforme, y la barba espesa me clareaba anticipando el sol decrépito del fin de los treinta.

Me había abandonado Marta. Se había ido con un fotógrafo argentino que la sedujo el día que presentamos mi poemario. Los vi, entre canapés, coqueteando en la amplitud blanca del Ateneo. Yo firmaba libritos de versos, y ellos, edulcorados, componían un cortejo que me espantaba. Allí estaban los dos, dialogando sobre poesía y destinos exóticos; ella con su traje de noche ceñido, bien escotado, y él, porteño y cabrón, sosteniendo la cámara como en una evocación netamente fálica que la sumía, ¡tan bella!, en un rumor de voces e hielos. Para torturarme, el destino alargó el cóctel posterior a la presentación de mi poemario-pudiera ser que póstumo-, y entre las cabezas de los amigos oteé que seguían riéndose, ajenos a mí, en la distancia de espacio y tiempo que precede al sexo prohibido y furtivo.

Se reía Marta. El champán regaba cada célula de su cuerpo claro y ya veía incluso al fotógrafo argentino como un galán de culebrón que la llevaba en volandas y desnuda hacia un lecho tropical. Los dos, iluminados por esa felicidad maldita que sólo ven los triunfadores, mantenían una divertida charla que poco a poco iba pasando a los toqueteos nerviosos.

Puede ser que la charla en el cóctel se alargara demasiado, y que uno, comprensiblemente enojado, bebiera más de la cuenta. No lo recuerdo. Sin embargo, cuando pienso en esa noche me veo en tercera persona, reventándole la Canon al maldito fotógrafo y con una botella en la mano contemplando, moderadamente feliz, cómo lloraba por su cámara mientras un hilillo de sangre recorría su rostro aniñado.

Marta, con la superioridad moral de las putas infieles, me llevó a casa mientras me relataba todos los peores adjetivos que el castellano tiene. Dijo que me abandonaría, que el espectáculo que había formado era vergonzoso y que no la volvería a ver. Yo me reía y palpaba su escote mientras el coche se acercaba en el corto paseo al portal de mi casa.

Se despidió de mí y quise besarla; saborear por vez última el dulzón perfumado de sus labios. Como en un acto reflejo, abofeteó mi rostro y no pude hacer más que manosear, por última vez, eso sí, un trasero perfecto que desaparecía en la nebulosa del deseo y la historia.

Quede constancia que aquella noche, despejado los efluvios del mal champán de la “party”, paseé sin tiempo por las calles del centro. Hacía frío en aquel jueves de diciembre. La humedad calaba hasta el tuétano de un cornudo, y la ciudad presentaba un aspecto londinense. El vaho diluía el horizonte en niebla y, de repente, como en una plaga bíblica, comenzó a nevar. Los copos, extraños, caían con una virulencia atroz, tan atroz que, en cuestión de minutos, tiñeron de un blanco cegador la extensión de calle Larios. La tormenta no cesaba, la nieve se acumulaba en los tejados y mi gato, seguramente, estaría asomado al cristal del ventanuco, riéndose, el muy condenado, por creer que esa noche me congelaría..

Algunas palmeras se tronchaban por el peso de la paz helada de la nevisca, y los mendigos, borrachos, danzaban entre bidones que ardían de gasolina y miseria. Málaga, bajo la nieve, tenía un aspecto amenazador y bello. Las putas corrías despavoridas, como en huida de una sombra atávica, se reían y tomaban los visones como reductos de una calidez que aquella noche desaparecería.

Hundía los pies en el firme esponjoso y no podía apartar de mi memoria los fogonazos de Marta y el fotógrafo retozando; algunas buhardillas de la judería estaba encendidas y yo veía al maldito fotógrafo fumando un petardo bien cargado y retratándola, desnuda y a cuatro patas. Lo pensaba y una urticaria acalorada me recorría el cuerpo: ella, tan rematadamente rubia, y pija, y tonta, y niña bien; y él con su perilla recortada y ese acento que las seducía por lo que de hijoputesco tiene el bonaerense de clase media y con pretensiones intelectuales.

Qué dos malditos, pensaba, y un soplo helado refrescaba mi entrepierna encelada. No paraba de nevar y algunos bares del centro aparecía abiertos. Era la madrugada más absurda que había vivido hasta entonces. Me había abandonado Martita, mi libro cuasi póstumo había visto la luz entre la mísera caridad de mis amigos y yo seguía extrañamente feliz, paseando por una Málaga en blanco que quizá me reconfortase. La niebla se hacía densa por momentos y la ciudadanía celebraba aquella purificación meteorológica.

Qué andaría haciendo ahora Marta. Por qué perdidos pisos arrastraría su amor inconfesable con el fotógrafo. Todo en mí era una dulce interrogación que me retumbaba mientras caminaba errante.


Volví a mi cochambrosa casa, abrí con esfuerzo la cerradura y me tumbé en la cama. El gato, cabrón, se había acostado entre las sábanas de mi cama y cuando quise taparme me arañó y salió disparado hacia el ventanuco por el que no dejaba de procesionar el invierno. Cerré los ojos, me bajé los pantalones y dormí desnudo, esperando que ella llegara y me arreglara los bajos instintos de un instinto bajo. Aquella noche no volvería, ni ninguna otra. La belleza rubia que dormía a mi lado huyó esa noche de invierno; yo me contentaba con sobrevivir en aquel invierno que acababa de marcar el calendario. Se avecinaban días de vino y espinas, de gélidas sábanas y disquisiciones taciturnas con aquel gato que, me gustase o no, iba a convertirse en mi compañero de viajes.
La mañana siguiente todo era un invierno con sudores de multitud; la calle estaba plagada de una nieve sucia y dura, de tullidos y vagabundos disfrutando de la estampa, y las nubes presagiaban que el general Invierno, con el cuento del cambio climático, había echado raíces en aquel villorrio del Mediterráneo. Al levantarme de aquella primera noche de penitencia, de compartir sábanas con un gato roñoso y esquivo sexualmente en la humedad del sueño, tomé de un trago el anís que quedaba en mi despensa, poblada ya de ratones ociosos que jugaban a las cartas ...

viernes, 14 de diciembre de 2007

DEBUT EN MÁLAGA HOY


Tras más de un año y pico como columnista semanal en La Opi, desembarqué el pasado lunes en el periódico Málaga Hoy. Es lo que tiene el desamor; uno escribe, escribe y escribe ...



EL BOTELLÓN : penúltimo fallo del sistema (Málaga Hoy)


La noche de invierno cae pesada entre la humedad del puerto de Málaga y el rumor del hielos. El paseo de los Curas se extiende multitudinario hacia Levante, y la juventud, sin piso ni futuro, desgasta la noche en la esperanza pronta del hielo y la postrera inopia de una cantina barata. Un joven moreno se agacha mareado, con trémulos movimientos, y una dorada botella desfallece entre gritos y evocaciones fálicas. La mocedad converge en el ágora pueril de un botellón mientas una dotación policial vigila, con la sonrisa cómplice, que el rebaño no se salga del tiesto impuesto por el bastón consistorial, más ocupado por otros menesteres.

Cada madrugada en el Paseo de los Curas es un despropósito generacional donde el sistema del bienestar, como si fuésemos un Prometeo festivo y noctámbulo, nos devora eternamente las entrañas.

El fin de semana tiene cíclico sabor a noche, y el hígado, teóricamente joven, avisa de que el final está pronto. En torno a cada botellón, los veinteañeros sacrifican la vida en pos de un ocio que, se sabe, resulta impuesto y falseado. El paro y la incertidumbre acongojan a la famélica legión de mi generación, pero, nosotros, preferimos esconder la cabeza mientras el paseo paralelo al Puerto va poblándose de una tribu que exorciza su miseria cotidiana a golpe de graduación alcohólica. De cuando en cuando, alguien teoriza sobre la felicidad en nuestros días: su lamento deja de oírse cuando la conversación deriva hacia el vozarrón.

Hablemos, pues, del botellón. La mera formulación de esta preferencia del ocio juvenil nos pone frente a una realidad que interesa ocultar y pervertir, en la medida en que los medios formulan un debate sobre un problema superfluo, fruto de una situación de inanición moral. La sociología platónica discurre acerca del ocio juvenil. Se debate la idoneidad de trasladar los botellódromos a las afueras, como en los barrios franquistas del apartheid; se especula con reducir los horarios de los garitos en charlas de encorbatados ediles. Esconden el problema para que la juventud, considerada definitivamente como estupidez transitoria, se disuelva en la cañería de la demagogia política y televisada.

En un plano más local, el botellón, además, es una consecuencia de la insolidaridad de muchos locales malagueños, que no han querido adoptar por estos pagos la ibérica institución de la tapa. En Granada, el fenómeno del botellón va diluyéndose poco a poco porque se ha impuesto la cordura sana del “ir de cañas y tapas”. Aquí, los precios abusivos llaman, irremediable y comprensiblemente, al consumo de alcohol en la vía pública.

En el fondo, el problema que se ha de abordar es de qué se hace con la juventud; cómo la sociedad del bienestar es capaz de permitir que en las calles del fin de semana se difumine el oropel de la dicha, profetizado hasta la saciedad por los apologetas del pensamiento único, con escaño y representación. La política no ha encontrado, o no le ha interesado encontrar, el problema de fondo sobre la coyuntura actual de la juventud.
Tradicionalmente decisivos en la historia, por nuestra desidia, nos hemos convertido ahora en estandartes de la inoperancia y bebedores convencidos.

Aspiramos a mileuristas, y, además, debemos comulgar con las falsas expectativas de los mercaderes de ideas. Vamos viendo que esta democracia está deficitaria de proyectos y plagada de padrecitos. Las instituciones políticas, ajenas a la realidad de los adoquines, compensan las pulsiones animales de un botellón con un taller de repostería o de manualidades.

Parafraseando a Zola, la juventud resulta inmoderada en sus deseos y sus ambiciones. La democracia nos resulta lejana, el pan de hoy se nos niega, y los veinteañeros, de fondo y forma, somos una masa manipulable con la perversión de las modas. Las élites planifican minuciosamente las concentraciones multitudinarias para menguar la potencialidad revolucionaria de un joven que, borracho, deja de estar encabronado ante el mundo, ante Dios, ante él mismo.

Vuelva el corazón del lector al botellón del Paseo de los Curas, mire la amplia avenida por donde pasea el joven libre y, piense, en voz alta, si es ésta forma de invertir en futuro; si, ordenando a la piara en las afueras, la mocedad patria puede encontrar la dignidad, ahora que el 68 y la utopía son un cuento de viejos.

El sistema nos ha metido el gol final con el botellón. Los jóvenes nos mataremos en las vespinos trucadas repartiendo pizzas, o en horarios genocidas con sueldo de becarios, pero, en la comodidad acolchada de los parlamentos, seguirá debatiéndose sobre el nacionalismo y la manera de enladrillar España y nuestra decencia.

Jesús Nieto es escritor, periodista y director de la editorial “Del Planeta Rojo ”

miércoles, 5 de diciembre de 2007

ALIANZA DE INTELECTUALES ESPAÑOLES


Imbuidos de espíritu regeneracionista, ante la degradación de este país y sus gentes, ante la miseria del pueblo, los intelectuales españoles formamos esta plataforma para cambiar ESPAÑA. Os esperamos.

Mañana, a las 10, tendrá lugar el acto fundacional en la playa de Pedregalejo, Málaga. Algún día nos recordarán.