sábado, 22 de septiembre de 2007

Madrid


El metro recorre ruidoso y herrumbroso las entrañas de esta ciudad que late bajo su piel dormida y hoy lluviosa. Abandono la estación de Gran Vía y comienzo a deambular por este Madrid frío que apuñala a quien no tiene una faz de lana cuidando su anatomía. Sopla un viento ficticio e hiriente, urbano y arremolinado, que me sorprende cuando en las grandes avenidas el caño de la sierra viene directo a mis entrañas y a mi piel; más tarde me resguardo en la esquina de un hotel, preparo un cigarrillo y en los soportales le doy algunas caladas. Hace frío en Madrid y llueve, cae una cortinilla fría de agua helada que se posa lenta en mi rostro y tizna de suciedad mi cabello.

Los neones aún no se han encendido y en días como éste mi mirada, irremediablemente, vuelve al verano, a la rubia, a Cristóbal y a Sergio. Pronto se hará de noche y los secretos del pensamiento se los llevará de un soplo genocida la oscuridad; quedaremos extasiados por la negra noche, dolida y sin estrellas, que ha de desparramarse sobre el asfalto y la atmósfera viciada que pisamos.

Hoy he paseado en Madrid como llevo haciendo más de un mes y medio, el tiempo que llevo en estas calles y que va incrustándose en mi pensamiento como un condicionante más de quién seré. Rebusco por las callejuelas algún bar abierto en el que sobrellevar esta inmundicia de vida y apenas encuentro calidez en los corazones que navegan, ajenos a mí, por estos océanos de semáforos y bancos, y ministerios, y ecuatorianos con panfletos que asedian detrás de la rutina de un paseo. A veces paro en el Retiro y en los días azules y soleados del otoño, ésos de un frío conocido y reparador, cerca del estanque patinan rubias con cascos del Mp3 y un perro persiguiendo su paso, yo sobresaltado busco tras los destellos del sol en el cabello los profundos ojos de Estefanía, como en un acto maquinal y primario, y a veces me sostienen la mirada con un odio que desconozco y me hace dirigir los ojos a la profundidad del estanque donde esos novios, recién salidos de un caro colegio en el barrio de Salamanca, navegan en el bote uniformados por sus grises vestimentas de colegiales; se besan, reman, se tumban uno encima del otro mientras el agua sobre la que se mantiene la endeble barquilla es verdusca y mugrienta, nadada por especies acuáticas contaminadas, por grandes peces que incluso en esa otra extensión de agua, tan diferente a la piscina del manicomio San Julián, hayan podido encontrar a más niños de bañador rojo e inocencia grabada para siempre en el rostro de quien se ahoga y pugna con la fatiga del último aliento por ser rebelde con el destino de las profundidades.

Esos mismos días que voy al Retiro muevo las piernas y recorro la ciudad de arriba abajo, paseo por la calle de Alcalá hasta Cibeles y, al llegar a esa plaza corriente pero mágica, mis pies descienden el Prado sin rumbo, perdidos entre las arboledas y el sol licuándose entre las amarillentas hojas que caen al peso de la escarcha de la noche. Otras veces me detengo ante la fachada del Congreso de los Diputados y miro con fijación al policía que mañana ha de comprobar mi pase de prensa para testificar que, aún hoy día, hay profesiones más ruines incluso que la de estafar por los votos a una nación: la del que escribe sobre tan bajo acto. También acostumbro a mirar al suelo caminando por los Austrias, tomar la Plaza de Santa Ana y perderme en el barrio de las letras, por esas callejas literarias que desde que era joven siempre había mitificado y que, ahora, mientras las recorro y piso los grises pavimentos ennegrecidos por el cielo, pienso que son nada más que el acompañamiento urbano que me sigue; alguien que va creando un fondo a mi vida que es siempre el mismo, aunque yo me empeñe en reconocer a Estefanía, a Cristóbal o mí mismo en los ojos de los moros que pasan enfundados en baratas réplicas de chaquetas por mi lado.

1 comentario:

Agustín Rivera dijo...

Excelente tu retrato de la ciudad inevitable, la más sobrosa periodísticamente.